
Un minuto antes el cielo lucía despejado, el viento soplaba suave y cálido y un tenue resplandor anunciaba la salida de la luna por detrás de las montañas. Hasta ese mismo minuto, la niña jugaba con los reflejos del último sol en las aguas quietas del pilón, eran de oro y plata y con ellos se hacia el vestido que luciría cuando sus padres vinieran a buscarla. De pronto, un sonido estridente se elevó desde el valle y la tarde saltó por los aires y los reflejos en el agua se rompieron en mil pedazos. La niña sabía lo que eso significaba y también lo que tenía que hacer, se lo había dicho el anciano que estaba a su cargo: cuando oigas el sonido de la sirena, estés donde estés, te vienes corriendo. Cuando llegó, el anciano la estaba esperando junto a la puerta del cobertizo. La tomó de la mano, bajaron las escaleras del sótano, entraron a su oscuridad y se encaminaron hacia el viejo armario, junto a la leñera. Métete ahí dentro y no salgas hasta que vuelva a buscarte. Ella asintió, la puerta se cerró y se quedó acurrucada en la triple oscuridad del sótano, del armario y de sus ojos apretados.
Antes de que resonara el primer estruendo, la niña ya se alejaba en compañía de su amigo Abu; se dirigían hacia las montañas. Y como caminaban muy rápido y no se cansaban, enseguida llegaron. Las montañas eran enormes. Cruzaron muchos barrancos y treparon por muchas rocas, pero por fin, después de mucho andar, encontraron un camino muy estrecho que subía y subía hasta lo más alto de la montaña. Desde allí contemplaron los amplios valles y el horizonte marino, y la niña se imaginó el mar, y era azul e inmenso. Abu, vayamos al mar, le dijo la niña a su amigo. Y cuando llegaron, el mar era como se lo había imaginado: azul e inmenso. Y como Abu, además de pastor, también era marinero, cogieron una barca y en ella cruzaron las aguas hasta llegar al país encantado en el que sus padres vivían. ¡Papá! ¡Mamá! Aquí estoy, ya no tendréis que venir a buscarme, les dijo arrojándose a sus brazos. Y se abrazaron y lloraron de alegría. Siempre estaremos juntos, no volveremos a separarnos jamás, decía su madre entre besos y sollozos.
La niña abrió los ojos a la oscuridad y aguzó el oído. Ahí fuera no se oía nada. Hacía tiempo que aquellos terribles estallidos habían cesado. El anciano no tardaría en venir a buscarla. Vamos pequeña, ya ha pasado el peligro, le diría, pues siempre le dice lo mismo. Pero el tiempo pasaba y, aunque ningún sonido rompía el silencio, el anciano no aparecía. Entonces la niña dudó en abandonar el armario, pero el anciano se enfadaría muchísimo y no se atrevió. Tendría que llamar de nuevo a su amigo Abu… Estaba a punto de hacerlo, cuando se durmió.
Se despertó con sed y unas terribles ganas de mear. Si no quería hacerlo allí dentro, no tendría más remedio que salir del armario… Vamos, será solo un momento, se animó. Y entornó la puerta con muchísimo cuidado, recorrió con la mirada el sótano entonces iluminado por la claridad que llegaba del exterior y, sin pensarlo más, abandonó su escondite y rápidamente se fue a un rincón de la leñera donde se alivió. Ahora ya podía regresar al armario… Pero la sed. ¡Ay!, se moría de ganas de beber.
Cuando abrió la puerta del sótano, la luz del sol hirió sus ojos y se los cubrió con ambas manos. Un intenso olor a humo y derrumbe la rodeaba. A tientas, la niña comenzó a remontar la escalera, pero, tras subir dos peldaños, su pie derecho no encontró el tercero y a punto estuvo de caer. Asustada, se detuvo. Poco a poco los ojos se le fueron aclarando y los abrió.
El cobertizo había desaparecido, a su espada la entrada al sótano parecía una boca negra abierta entre los escombros. No vio ninguna vivienda en pie, únicamente una pared con una ventana asomada a la intemperie. El árbol había desaparecido y la fuente también.
Entonces la niña se puso a gritar. Llamaba al anciano. Llamaba a la vieja Sara. Llamaba a Mahmoud, el viejo cabrero. Llamaba a Samir, el hijo del mulero. Luego comenzó a llamar a sus padres. ¡Mamá! ¡Papá!, gritaba.
Los escombros se tragaban sus gritos. El mundo era un montón de escombros.